Dedicado a Rubito, Diego y el cabo Romero.-
Esto de tener y llevar un blog que quiso ser de fotos y no lo logró (no nos engañemos, es más que obvio que solo lo estoy usando para escribir sandeces; que no se ofenda ningún sanducero) hace que haya que elegir, como todo en la vida, qué foto sube y qué foto no. En su lecho de muerte, mi abuelo me dijo exactamente eso: «La vida es una cuestión de elecciones: se trata de elegir qué foto sube y qué foto no lo hace, mayormente.». Y él era fotógrafo, y votaba, así que algo sabía de todo el tema.
Cuando recorro las carpetas digitales en las que se acumulan mis fotos para hacer el proceso de selección inicial, mi primer acto reflejo es ponerme la gorra y que me brille la chapa, como dicen los jóvenes para significar que uno se pone policía, porque suele predominar mi rigurosidad de selector estricto. Es entonces cuando me parece que todas las fotos son fuleras, de calidad artística dudosa, de calidad profesional nula, o básicamente incomibles. Termino eligiendo una de entre varias decenas solo porque la necesidad apremia y me es indispensable tener esa excusa gráfica que me habilite para vomitar letras. Con el tiempo, ya subida la foto y publicada con su texto correspondiente alrededor, se enciende en algún lugar de la poca humanidad que me queda una chispita de orgullo, una lamparita minúscula de satisfacción personal, un antecesor del LED con débil luminosidad de autoestima.
Si el impulso de compasión para con mi arte dura un par de días y se cuela en un nuevo proceso de selección de fotografías, puede pasar lo que está pasando acá, ahora mismo, y que será más evidente dentro de un par de párrafos. Me refiero a que logran clasificarse fotos bastante malas, pero que por algún motivo son dueñas de porciones de mi cariño, sea por lo que representan, por lo que muestran o por lo que las llevó a existir.
En un inédito brote psicótico de este impulso benevolente fue que decidí hacer una serie —la primera en su género aquí, en En Montevideo, Uruguay— con fotos de una de mis carpetas más viejas, que ya habían sido descartadas para subir al blog. Quizás el mensaje sea esperanzador para otras fotos rechazadas: no está muerto quien no ha muerto (m?).
Con toda esta larga excusa previa espero que la advertencia haya logrado colarse. A continuación verán un conjunto de fotos de calidad muy pobre, pequeñas en lo que a tamaño digital refiere, y con un denominador común que les permite estar juntas: son todas fotos vinculadas a mi etapa de vida en la ciudad de Pan de Azúcar, Maldonado. Sobre esto ya publiqué algo anteriormente (Saliendo de Montevideo - Pan de Azúcar y murales), pero esta vez hay elementos más íntimos o más personales en relación a la actividad que allí desempeñé y etcétera.
Con ustedes, las fotos y sus comentarios al pie:
«Seguir leyendo, a ver si mejora...», que quedan siete fotos más,manga de vagos roñosos.
«Seguir leyendo, a ver si mejora...», que quedan siete fotos más,
La ruta y el cerro (2008) - A decir verdad, sé que esto era un amanecer en la ruta (sí, como la canción de Suéter que escucho mientras escribo esto), pero no estoy muy fresco en mi recuerdo de si es la ruta 9 o la Interbalnearia, así que no puedo arriesgar qué cruce es. Y tampoco estoy muy seguro de cuál es el cerro al fondo. Ustedes dirán «¿Y por qué puso esta foto si no tiene idea de un soto sobre ella?». Bueno, porque me gusta el color de las cosas cuando amanecen en el campo, y porque no había un puto auto a la vista, cosa insólita en las rutas de hoy en día, seis años después de cuando esta imagen se congeló para siempre por mi culpa. |
La perra espera (2008) - En la puerta del local de Rutas del Sol todas las mañanas veía yo a este perro (macho él, y doy esta pista para que relean y reinterpreten el título de la foto) esperando muy ansiosamente por alguien. Como mi ómnibus partía siempre antes de que saliera persona alguna a la que el perro diera muestras de haber estado esperando, me quedé para el resto de mi vida sin saber hacia quién profesaba este pequeño canino una guardia tan rigurosa. Quizás no esperaba a nadie, y solo permanecía allí para coquetear con la prohibición de que ingresaran otros animales que no fueran humanos en el local. El perro tiene razones que el propio perro desconoce.
Yo por mi parte bien podría pasar el resto de mis días en idéntica actitud que este can, pero en el local de al lado, donde se ve la bicicleta, con la ñata contra el vidrio y babeando por entrar y arrasar las bandejas. Es que ese local con toldo es la confitería Bonsai, cuna de las mejores medialunas del país. El que sostenga lo contrario, que lo demuestre.
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Quienes protagonizan la dedicatoria de esta publicación son quienes me ayudaron a conformar muchos de los plurales en las anécdotas aquí compartidas. A ellos mi abrazo y agradecimiento.
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